jueves, 22 de marzo de 2012

Hechizo

Fue un instante, un momento en el que sus corazones se detuvieron. Ambos quedaron en silencio para pensar en aquello que les había vuelto locos durante los últimos momentos de sus días, decidiendo si lo querrían o no para el resto, el resto de sus vidas. En ese preciso instante…

Sus olores quedaron impregnados para siempre en sus ropas de invierno. Sus sonrisas quedaron grabadas en el cristal de la puerta de aquella casa que se había convertido en testigo de sus pasiones ocultas. Sus voces susurrarían para siempre entre las paredes del lugar, diciendo eternamente las cosas que sus amantes siempre quisieron escuchar y que jamás se atrevieron a decir.

Sus fragancias eran más intensas que el propio frío que emanaba de las nubes de aquel cielo cristalino. Un olor que nacía de la nada, crecía como la verde hierba lo hacía en la tierra fértil y moría allí donde podía ser valorado por los más delicados olfatos. Ambos fueron hechizados para poder reconocer aquel olor que les hacía especiales, tan especiales como los momentos que vivieron bajo aquel techo cubierto de nieve. Nieve blanca que ocultaba, orgullosa, todo aquello que la dotaba de un brillo especial y mágico, un brillo que solamente los más astutos serían capaz de apreciar.

Sus miradas, cautivadoras, les transportaban al más profundo océano y les bañaban en gotas de lluvia. Los océanos que formaban con sus sentimientos y emociones, con sonrisas y sueños, un océano que mostraba y rompía sus olas contra sus párpados, invitándoles a probar sus aguas cargadas de ternura y pasión. Olas que estaban formadas por las gotas de lluvia que les bañaban constantemente al mostrar sus cuerpos desnudos a la fría noche de invierno.

Sus manos eran suaves, suaves como el papel en blanco donde sus corazones firmaron un pacto de amor eterno que les atraparía para el resto de sus días. Manos a las que acariciaban como si de una delicada mariposa se tratase, temiendo a que pudieran desplomarse al iniciar su maravilloso vuelo. Manos que se entrelazaban, intercambiando sentimientos, a la vez que los copos de nieve chocaban contra las sábanas donde daban rienda suelta a sus pasiones.

Fue un instante, un solo instante en el que sus almas quedaron para siempre fusionadas en una sola. Un instante en el que sus corazones palpitaron con más fuerza que nunca y en el que los latidos quedaron escondidos en todas las partes del lugar, mostrándose solamente para desvelar los secretos que guardan.

Secretos que solamente susurrarían a todos aquellos amantes que desconocen cómo llegar a ese instante en el que dos cuerpos quedan hechizados para el resto de los días.

martes, 12 de julio de 2011

Auriculares: Historia de una carta de despedida.

Las calles estaban desiertas, la tarde era calurosa y el cielo estaba despejado. Un chico joven caminaba tranquilamente por una de esas calles, mientras escuchaba una de sus canciones favoritas en su reproductor de música. Los auriculares salían de su bolsillo derecho del pantalón y recorrían todo su pecho hasta llegar al cuello, donde quedaban sujetos en forma de collar. El cable negro destacaba sobre su camiseta de color blanco, haciendo un conjunto perfecto con su pantalón vaquero oscuro.

Había decidido salir de casa, a pesar del calor, y caminar un poco hasta su parque favorito de la ciudad. Salía de casa, se sumergía en su mundo musical y comenzaba la caminata hasta su destino, últimamente, rutinario. A aquellas horas el tráfico era casi nulo, no había ningún peatón y las tiendas aún permanecían cerradas. Le gustaba ver la ciudad así. Poca gente conocía ese momento, esa tranquilidad que se respiraba en aquellas pocas horas del día: eran mágicas para él. Sentía que la ciudad entraba en un rotundo silencio y se entregaba a él.

Todas las tardes, desde hace tiempo, eran muy parecidas en la vida de aquel joven, la monotonía asomaba su cabeza a la vuelta de la esquina; pero no le importaba. A veces era bueno tener algún momento monótono en el día. Pero aquella tarde no iba a ser como las demás: pues el destino quiso que aquel muchacho, en aquella tarde, dejara sus auriculares sobre sus hombros y cogiera un trozo de papel que había depositado en aquel caliente asfalto, de aquella calurosa tarde.

Su canción favorita estaba a punto de terminar, cruzó sin ningún problema un paso de peatones y continuó andando. El parque a donde iba ya estaba cerca. La canción continuaba sonando cuando el chico miró hacia el suelo y vio un trozo de papel que descansaba sobre el asfalto. No le dio ninguna importancia y pasó por encima, dejando la suela de una de sus zapatillas señaladas sobre él. El chico ya quedaba a varios metros del trozo de papel cuando, sin saber por qué, una leve brisa transportó el papel a sus pies. La curiosidad hizo que dejara de escuchar aquella música y que depositara sus auriculares sobre sus hombros, dejando sus oídos al descubierto. Miró aquel extraño papel que parecía perseguirle y sonrió. Nunca había sido de aquellas personas que cojen cosas del suelo solo por curiosidad, pero aquella vez lo hizo. Se agachó y extendió sus brazos hasta que alcanzó el papel. El trozo blanco estaba doblado varias veces y, una vez de pie, lo desdobló y comprobó que se trataba de una carta escrita a mano. El chico levantó la mirada del papel y miró a todos lados: aún no había nadie en la calle. Dobló de nuevo aquella carta, la introdujo en su bolsillo izquierdo, se puso de nuevo sus auriculares y continuó caminado hasta el parque.

El parque, como el resto de la ciudad, estaba desierto. Los jardines ya comenzaban de nuevo a ser verdes, después de haber superado un largo verano, y los árboles se recuperaban poco a poco de las altas temperaturas. Los pasillos de tierra que había entre los jardines siempre estaban igual de limpios, al igual que los bancos que había en cada uno de ellos.

El chico anduvo varios metros por el parque, con el reproductor de música en un bolsillo y con la carta en el otro, hasta que se sentó en un banco que quedaba arropado por la sombra de un árbol inmenso. Retiró los auriculares de sus oídos, sacó del bolsillo la carta y la desdobló.

“Querida Nina: te escribo esta carta con la mejor intención del mundo. Las cosas no han ido demasiado bien entre nosotras y no quería marcharme sin dedicarte una despedida como creo que te mereces. Quizás ya esté demasiado lejos cuando tengas esta carta entre tus manos y quizás eso sea lo mejor para ambas.”

El chico se detuvo un instante y se acomodó en el banco para continuar leyendo. No estaba bien leer el correo ajeno, pero no se sentía culpable por hacerlo. Sin saber por qué sentía una necesidad inmensa de seguir leyendo aquella carta.

“Recuerdo el día en que nos conocimos. Nos presentó Álex ¿lo recuerdas?. Nuestra amistad se fue haciendo más fuerte con el tiempo y por eso decidí contarte lo que me pasaba. Y así, sin saber por qué decidiste alejarte de mí y olvidarme en tus recuerdos.

La noche antes de marcharme pensé en ti, y pensé en cómo hubiera sido todo esto si te lo hubieras tomado de otra manera. Ante todo quería ser tu amiga, estar ahí contigo, apoyarte y ayudarte en todo lo que estuviera a mi alcance pero tú decidiste cortarlo todo. Las cosas que dijiste aquel día retumban en mi cabeza todos los días y me condeno a pensar en si todo esto está bien o está mal, como tú defendías.”

El chico, aún sentado en el banco, no comprendía del todo la carta. Aquella chica que escribía parecía bastante dolida. Sabía que no comprendería del todo las palabras de dolr que allí quedaban reflejadas, pues estaba escrita para alguien que no era él y era lógico no comprender nada. Dudó si merecería la pena seguir leyendo o no. Dudó varios segundos y, finalmente, continuó.

“No somos marionetas con las que poder jugar. No somos marionetas a las que podais manejar a vuestro antojo. Estáis muy equivocados los que pensáis así. Nuestros sentimientos no están desde un principio a flor de piel: irán surgiendo como surgen las flores de una tierra seca. Nuestra piel no es seca, no es tierra seca. Aunque sea invisible para algunas personas como tú, nuestra piel está llena de flores: flores que van creciendo con el tiempo y que se hacen más fuertes con cosas como estas. Cosas que nos hacen ser diferentes día a día, con caminos diferentes. Somos personas al igual que vosotros y las diferencias surjen cuando nos fijamos en los motores que mueven nuestras vidas, esos motores que circulan por nuestros pensamientos y divagan por nuestras emociones.”

El chico se detuvo de nuevo. Era bastante bonito lo que escribían en aquella carta. Bonito y doloroso a la vez. No llegaba a comprender de qué hablaban exactamente pero le gustaban aquellas palabras. Se preguntaba una y otra vez de qué iba todo aquello, a qué se referían aquellas palabras que no lograba comprender.

“No tengo mucho más que decirte. Mis palabras siempre se quedarán cortas comparándolo con todo lo que siento. Tu respuesta me decepcionó, tanto que me hace escribir cosas como estas. Deseo que nunca seas rechazada de la manera que me rechazaste a mi y deseo que estas palabras te ayuden a comprender el mundo que te rodea. Un mundo imperfecto, lleno de decisiones, de traiciones, de amistades y de secretos inconfesables. Un mundo lleno de secretos que dejan de serlo, que se comparten con otras personas y que, esas personas, no supieron guardarlo como te prometieron hacerlo un día.

Una amiga que confió en ti. Miriam.”

El joven muchacho terminó de leer aquella carta y, sin saber qué hacer, se quedó sentado en el banco con el papel entre sus manos. Levantó la mirada y comprobó que el parque aún seguía desierto. Dobló de nuevo la carta y la introdujo en su bolsillo izquierdo. Cogió los auriculares que aún descansaban sobre sus hombros y los colocó en sus oídos. Se levantó del banco e introdujo su mano derecha en su bolsillo derecho, sacando de él su reproductor de música para encenderlo y presionar el “Play”. La música comenzó a sonar de nuevo. El chico se refugió en su mundo musical pensando en las palabras de aquella carta e intentando buscar el mensaje que querían transmitir con ellas. Comenzó a caminar de nuevo por el parque, sin saber que a tan solo unos metros de allí una chica llamada Miriam leía una y otra vez, pensativa, una carta que había escrito para ser enviada a una antigua amiga.

La chica había escrito la misma carta varias veces y, aún así, no había sido capaz de enviársela a su antigua amiga. Miriam, aún con una de ellas en la mano, cogió los auriculares que colgaban de su cuello y los colocó en sus oídos. Presionó el botón de “Play” de su reproductor de música, dobló su carta para guardarla en uno de sus bolsillos y comenzó a caminar por aquel solitario parque.

Y allí, sin saber por qué, dos desconocidos caminaban por los pasillos solitarios de aquellos jardines. Dos desconocidos que guardaban una misma carta en sus bolsillos, cartas que guardaban las mismas palabras. Dos desconocidos que paseaban sin un rumbo fijo, que pensaban en aquellas palabras escritas en un trozo de papel y que colocaban sus auriculares, una vez más, para poder sumergirse en sus mundos musicales, en sus palabras de dolor, en sus historias, en sus cartas de despedida.

miércoles, 1 de junio de 2011

Morir en los recuerdos...

Dicen que es imposible morir de amor, dicen que la vida pasa tan deprisa que no llegas a percibir su verdadera esencia, que los mejores momentos pasan casi inadvertidos y que los amargos perduran en el tiempo. Dicen que las cosas bonitas duran poco, que todo tiene un principio y un final y que no existe la eternidad. Dicen que la mayoría de nuestros recuerdos son vagas ilusiones y que el verdadero amor es una farsa redacción para el corazón.

Ella nunca había creído en nada de eso y vivía sin hacer caso a las habladurías de la gente. Vivía su vida día a día, sin pensar en el mañana, disfrutando del presente, hasta que llegó el día que más había temido siempre, el día en el que le faltó lo que más quería. Su compañero de viajes, su compañero de emociones, de aventuras soñadas y vividas, su compañero de leyendas y cuentos infantiles, de pasiones robadas y de esperanzas inacabadas. El día llegó y ella se quedó sola en aquella enorme y vieja casa, vieja como lo era ella. La casa y ella habían crecido juntas, su cara ya estaba seca y arrugada, su pelo era completamente cano y siempre lo llevaba recogido en un sencillo moño, una cadena de plata asomaba, tímida, por el cuello y sus vestimentas ya no eran coloridas como las de antes, sino que eran oscuras y tristes, tan tristes como quedó ella el día en que el corazón de su marido dejó de funcionar.

Los días eran aburridos e interminables, las comidas ya no eran lo mismo, sin él, nada era lo mismo, y la casa había perdido aquel toque de magia que su marido desprendía por los cuatro costados. Las tardes eran desesperantes y cada noche parecía durar una eternidad. Sus hijos la llamaban casi a diario y la visitaban cada vez que podían pero, aún así, era insuficiente la compañía. Por eso decidió abandonar la casa de su vida para comenzar a vivir en la casa de uno de sus hijos.

No habían pasado ni tres semanas cuando pidió a su hijo que la llevara de vuelta a su casa, a su casa vieja y triste. En la ciudad se ahogaba, se quedaba sin aliento y sentía que aquella casa, llena de recuerdos y emociones, sería como una fuente de aire limpio para ella. Aire puro que poder respirar. Sentía que, desde la marcha de su marido, el tiempo se agotaba para ella también y que pronto volvería a estar con él.

Su hijo la llevó hasta el pueblo una fría tarde de invierno. La anciana pidió a su hijo que esperara en el coche hasta que ella regresara, que solo necesitaba ver que todo estaba bien, necesitaba recordar su casa, olerla y sentirla de nuevo. El joven supo que su madre era lo que necesitaba en aquel momento y no puso ningún obstáculo.

-Te quiero.-le dijo al joven muchacho antes de salir del coche.

-Qué raro mamá, hacía tiempo que no me lo decías.-dijo su hijo al escuchar aquellas palabras. La mujer bajó del coche, ayudada por un viejo bastón de madera, y su hijo se quedó en el interior, viendo como su madre se dirigía a la casa, donde volvería a encontrarse con su marido.

Sacó su oxidada llave de hierro y la introdujo con cuidado en la desgastada puerta de madera. La madera había cogido un cierto color verdoso. Giró su muñeca, nerviosa, sin saber por qué y empujó una parte de la puerta hasta que logró abrir un mínimo hueco por el que poder pasar. Cruzó el umbral con cuidado y quedó el bastón apoyado al lado de la puerta, en una pared del pasillo. Caminó como si fuera una desconocida, dio tres pasos y se detuvo en medio del pasillo. Una pequeña brisa le susurró en la nuca y giró su cabeza para mirar hacia la puerta. Vio como la puerta se abrió un poquito, iluminando casi todo el oscuro pasillo, y a continuación se cerró muy despacio, casi haciendo un movimiento para pasar inadvertida. “Ya estás aquí…” pensó la mujer, a la vez que dejaba escapar un leve suspiro.

La mujer caminó por el oscuro pasillo hasta llegar a la habitación donde había compartido la mayoría de las noches con su marido y se quedó apoyada unos momentos en el marco de la puerta. No sabía qué hacer, se sentía una extraña entre aquellas paredes y tan sólo habían pasado unas semanas desde que las abandonó. Deseó con todas su fuerzas que su marido no le reprochara el hecho de haber decidido irse del lugar, abandonando su hogar de toda la vida. La mujer seguía apoyada sobre el marco de la puerta dirigiendo su mirada hacia el interior de la habitación, y fue entonces cuando recordó el momento más duro de su vida.

Ambos estaban tumbados en la cama, esperando que el gallo que tenían en el corral diera sus cantos de “Buenos días”. Siempre habían sido muy madrugadores, tan madrugadores que el Sol siempre estaba oculto cuando abrían los ojos. Hablaban antes de comenzar el día, enmudecían para contemplar juntos el oscuro techo y volvían a hablar de nuevo, hasta que el gallo les interrumpía, un día más, con sus cantos matinales. Aquella mañana él decidió quedarse un rato más en la cama. Ella, antes de dirigirse hacia la cocina, le besó en la mejilla y él le contestó con un “Te quiero”.

-Qué raro. Hacía tiempo que no me lo decías.-dijo ella con una sonrisa en su envejecido rostro, mientras se levantaba abandonando la cama. –Pensé que se te había olvidado cómo se pronunciaba.- él no dijo nada, se sonrojó y se acurrucó de nuevo entre las sábanas. Aquel “Te quiero” había sido la mejor despedida posible. Y fue, un tiempo después, cuando ella comprendió el por qué de aquella declaración. Y fue, un tiempo después, cuando ella comprendió que su marido supo el momento justo de su hora.

La anciana, apoyada en el marco de la puerta, decidió adentrarse en la oscura habitación. Se dirigió hacia la mesilla de noche, pues conocía la habitación como la palma de su mano, que se encontraba a uno de los lados de la cama y, sentándose con cuidado sobre la abandonada cama, encendió la pequeña lámpara que aún estaba sobre la pequeña mesa. La habitación se iluminó con una delicada luz y fue entonces cuando las emociones y recuerdos inundaron sus pensamientos, provocando que una lágrima recorriera su rostro suavemente.

La mujer se acomodó en la cama, se tumbó sobre ella y apoyó la cabeza sobre la fría almohada. En ese momento notó cómo comenzó a llover y recordó los momentos en los que se quedaba junto a su marido las mañanas de fuerte lluvia, ambos abrazados al amanecer, escuchando las gotas de agua caer sobre los tejados. Sonrió. Estaba feliz porque sabía que su marido estaba bien, allí donde estuviera. Y recordó la triste mañana en la que le dijo su último “Te quiero” y recordó cómo después de escuchar sus palabras abandonó la cama para ir a preparar café. Si no se hubiera ido a la cocina…

Y allí seguía ella, tumbada en aquella fría cama, recordando a su marido. No podía dejar de recordar aquella triste mañana, pero esta vez, en sus recuerdos, aquella mañana era diferente.

Ambos estaban tumbados en la cama, esperando que el gallo que tenían en el corral diera sus cantos de “Buenos días”. Hablaban antes de comenzar el día, enmudecían para contemplar juntos el oscuro techo y volvían a hablar de nuevo, hasta que el gallo les interrumpía, un día más, con sus cantos matinales. Aquella mañana él decidió quedarse un rato más en la cama. Ella, antes de dirigirse hacia la cocina, le besó en la mejilla y él le contestó con un “Te quiero”.

-Qué raro. Hacía tiempo que no me lo decías.-dijo ella con una sonrisa en su envejecido rostro. –Pensé que se te había olvidado cómo se pronunciaba.- él no dijo nada, se sonrojó y se acurrucó de nuevo entre las sábanas. Ella se incorporó para ir a la cocina pero el ruido de la lluvia al caer sobre los tejados comenzó a sonar, cada vez más fuerte, y decidió quedarse acurrucada junto a su marido, solo un ratito más. Y allí estaban los dos acurrucados, mientras la lluvia golpeaba con fuerza los tejados, en aquellas cálidas sábanas.

-Te quiero.-le dijo ella susurrándole al oído. Él se sonrojó de nuevo y fue en ese momento cuando su corazón dejó de latir. Ella se sonrojó y tan solo cinco segundos después su corazón también dejó de latir. Y allí, en sus recuerdos, ambos quedaron dormidos en un sueño sin fin, acurrucados en aquellas cálidas sábanas.

Y lejos de sus recuerdos seguía tumbada en aquella fría cama, acurrucada, escuchando caer la lluvia. Y fue en ese momento, con esos recuerdos en la mente, con ese recuerdo en especial, cuando su corazón dejó de latir para entrar en un sueño sin fin y así poder encontrarse con su marido después de un tiempo eterno para ambos, para acurrucarse de nuevo junto a él, para morir de amor, para morir en los recuerdos…

Fotografía: Noemi Lallave

sábado, 28 de mayo de 2011

INSPIRACIÓN


"INSPIRACIÓN"
Después de varios días de pre-producción, realizando un guión literario y un guión técnico, después de varios días de planificaciones y preparativos, de citas y de mensajes, de llamadas, de propuestas. Después de varios días de rodaje, de nervios, de risas, de diálogos imposibles y de sombras rebeldes. Después de una búsqueda desesperada por un buen mobiliario, después de tantos viajes en coche, cargados de estanterías y algún escritorio, repleto de libros y de cintas de vídeo. Después de contar con la colaboración de grandes profesionales, quizás no interpretando ante una cámara pero sí interpretando en la vida diaria. Después de vestir un traje de chaqueta, una camisa blanca, una gabardina, algún que otro sombrero y algo de maquillaje en la cara. Después de gritar "Grabando" y después de repetir y repetir, de decir varias veces "Secuencia..., plano..., toma...", después de volverse loco tras los focos, de volverse loco delante de los focos y de visionarlo todo en un monitor. Después de capturar, introducir un disco duro y retirarlo con seguridad, seleccionar, cortar, mezclar, elegir una banda sonora, fusionar, estabilizar, hacer menús, portadas... Después de varias noches sin dormir del todo bien, de tener pesadillas con un cortometraje que no se entrega a tiempo y después de consultar y consultar, volviendo locos a los que nos rodean. Después de todo eso podemos disfrutar de un cortometraje como éste: un cortometraje que guarda muchos buenos momentos, muchas buenas experiencias, mucho aprendizaje, paciencia, compañerismo y compromiso. Y después de todo esto espero que lo disfrutes, tanto como nosotros hemos disfrutado con su realización.

lunes, 16 de mayo de 2011

Capítulo 1: "Una nueva vida"

La sala se encontraba en un absoluto e insoportable silencio. Parecía que el tiempo se había detenido en ese momento y que todos permanecían en un profundo sueño excepto él. El hombre de pelo oscuro y expresión nerviosa permanecía inmóvil sentado en una de las muchas sillas blancas que ocupaban la sala, sin ninguna decoración adicional. El hombre jugaba impaciente con sus manos empapadas en sudor y, a pesar de haber pasado antes por aquella situación, los nervios eran semejantes o superiores a las anteriores veces. El hombre hubiera parecido una mancha de tinta negra en un folio en blanco de no ser porque una elegante mujer invadió la sala con su presencia. Una mujer bastante atractiva y guapa para su edad, con un trabajado moño que recogía sus pelos, un vestido de color rojo y un café en cada mano.

-Ten-dijo la mujer entregando un café en un vaso de plástico al hombre.

-Gracias. No deberías haberte molestado.-dijo sin levantar la mirada.

-No me ha costado ningún trabajo.-Respondió la mujer con una expresión sonriente a la vez que nerviosa.- ¿Todavía no ha salido nadie?

-No, parece que se está retrasando un poco.

- Irá todo bien ¿verdad?- la mujer dio un pequeño sorbo al café que sujetaba con ambas manos.

- ¿Dónde está Miguel?-.preguntó el hombre con su café en las manos.

- Ha ido con Javier a la puerta. Elisabeth y Mónica ya vienen de camino.- explicó la mujer mientras se sentaba enfrente de David.

El silencio volvió a apoderarse de la pequeña sala. Ambos se encontraban frete a frente, sentados y deseando que alguien llegara a la sala y les diera una buena noticia. En realidad no había nada a lo que temer, pero en estos casos los nervios siempre estaban a flor de piel. Ambos con la cabeza a gachas y con el café entre las manos seguían en silencio, como si no tuvieran nada que decir. El hombre no paraba de mover las piernas continuamente, dando pequeños saltitos de arriba abajo con las rodillas, dejando ver su impaciencia y nerviosismo. Ella sujetaba su café con ambas manos, a veces daba un pequeño sorbo intentando no quemarse los labios, parecía estar tranquila.

Una enfermera cruzó la sala de espera sin dirigirse a ninguna de las personas que se encontraban en ella.


El apartamento estaba muy desordenado, demasiado desordenado como para pertenecer a una chica trabajadora y responsable como lo era Irene. Era un pequeño apartamento donde vivía ella sola desde hace tiempo, por eso se daba el lujo de no tenerlo demasiado arreglado y era en ocasiones como aquella cuando se avergonzaba de vivir en un sitio como aquel. La noche anterior había salido de fiesta y en aquella soleada mañana había abierto los ojos y se había encontrado con aquel chico tan guapo tumbado en su cama. Dos treintañeros desnudos enredados entre sábanas. El sol ya entraba levemente por la ventana del cuarto mientras ambos seguían tumbados en aquel desorden de sábanas. En la habitación se respiraba una tranquilidad descomunal, hasta que una roquera melodía que salía del teléfono móvil del chico comenzó a sonar. Éste se despertó sobresaltado, ella ya estaba despierta. Con el malhumor que le caracterizaba al despertarse rebuscó entre los objetos que abundaban en la mesilla de la habitación hasta que se topó con su teléfono.

-¿Sí?.-contestó casi enfadado por haberle despertado de aquella manera.

-Elías ¿Se puede saber dónde te metes?.-preguntó una voz masculina que incluso Irene pudo escuchar.

-Papá ¿qué quieres a estas horas de la mañana?.-miró a Irene, que seguía desnuda entre un mar de sábanas.

-¿Acaso te has olvidado? Hoy llega Alejandro. Estamos en el hospital y, como siempre, faltas tú.-dijo su padre enfadado.-Elías miró de nuevo a los ojos de Irene y ésta puso cara de preocupación.

-Lo sé papá, no se me ha olvidado. Ya estoy de camino al hospital.-mintió a su padre.- Venga, ahora nos vemos. Cuelgo que voy conduciendo.-dijo mientras se levantaba de la cama y buscaba su ropa entre la desordenada habitación. Colgó a su padre sin darle tiempo ni a una breve despedida y quedó el móvil en la mesilla. Comenzó a vestirse mientras que Irene le observaba desde la cama.

-¿Quién es Alejandro?.-preguntó la chica con curiosidad.

-Un nuevo sobrino. Mi hermana…-hizo una pausa para ponerse el pantalón.- está dando a luz en el hospital. Están todos allí.

-Ya veo que eres el rebelde de la familia.- dijo riendo aún tumbada.

-Lo siento, tengo que dejarte.-dijo una vez completamente vestido.

Elías se dirigió hacia la puerta de la habitación con prisas, se detuvo y se giró para acercarse hasta la cama para besar en la boca a Irene. Ella se quedó tumbada en la cama, aún desnuda, enredada entre sábanas.

-¿Me llamarás?.-preguntó Irene, casi gritando, cuando Elías abandonó la habitación.


La enorme mansión estaba casi vacía, solo estaban él y la señora de la limpieza, pero ella no le preocupaba demasiado. Era la mejor oportunidad que tenía si quería que nadie le molestara, aquel era el mejor momento para investigar por toda la casa. Era un chico joven, de unos veinte años, muy formal para su edad, inquieto y ansioso por obtener respuestas acerca de la gente que le rodeaba. Su madre nunca le había dado respuestas de nada y sus abuelos apenas decían cosas muy verosímiles, o al menos no lo eran para Rubén. Siempre había sido muy aventurero, le apasionaba fantasear con lugares misteriosos y lejanos. Su abuelo siempre le llenaba la cabeza con historias fantásticas en las que los protagonistas eran piratas, guerreros o busca tesoros. Quizás todas etas historias habían influenciado descaradamente en la manera de ver las cosas de Raúl y, quizás, por eso ahora estaba obsesionado en que en su familia se guardaban grandes misterios. Tenía veinte años y sabía que había llegado la hora de madurar y dejarse de tonterías, pero esta opinión cambió meses atrás cuando una noche escuchó a sus abuelos discutiendo. Apenas quedaba nadie en la casa, Rubén se había dejado unos libros en el despacho de su abuelo y cuando se dispuso a entrar escuchó las voces de su abuela.

-A veces me entran ganas de dejarlo todo.-decía su abuela en el interior de la sala.-Hay veces que no me siento querida, creo que doy más de lo que recibo.-la escuchaba Rubén escondido en el pasillo para no ser descubierto, bastante sorprendido por lo que había escuchado.

-No digas tonterías Alicia, por favor.- dijo su abuelo bastante enfadado.- Estás obsesionada. Nunca has estado tranquila y nunca lo estarás. Fue lo mejor que pudimos hacer. No le des más vueltas.- Rubén no daba crédito a lo que escuchaba. ¿De qué hablaban sus abuelos? El chico escuchó cómo su abuela comenzó a llorar.

-¿Cómo quieres que esté tranquila con todo lo que me rodea?.-dijo su abuela llorando.

-Venga, dame eso.-Rubén seguía escondido tras la puerta, en el oscuro pasillo.-Será mejor que no vuelvas a abrirlo más. No sé ni por qué aún guardamos todo esto.

El chico se quedó petrificado al escuchar aquellas palabras. Su abuela estaba preocupada por algo y era algo bastante importante. Gracias a aquella conversación Rubén supo que dentro de aquella sala había escondido algo muy importante para su abuela y aquel descubrimiento fue lo peor que le puso haber pasado, pues ahora no dormía tranquilo. A partir de ese momento viviría para descubrir que se ocultaba entre aquellas cuatro paredes.

Rubén se encontraba en medio de la sala en la que meses atrás había escuchado aquella misteriosa conversación. Miró a todas las paredes, cada una más interesante que la anterior. Paredes forradas de estanterías hasta el techo, estanterías llenas de libros y documentos de los abuelos, libros llenos de historias, historias sorprendentes. El olor a madera abundaba en aquella sala, un olor que a Rubén le engatusaba. Todos los muebles que había en aquella sala eran de madera, unos fuertes muebles conjuntados todos entre sí, dando a la sala un toque elegante, misterioso e inquietante. No sabía por dónde empezar no le quedaba mucho tiempo para investigar, pues su padre seguro que le llamaría en cualquier instante. “Estoy loco. Me he obsesionado con todo esto” pensó mientras se encontraba en medio de aquella sala donde había pasado tanto tiempo junto a su abuelo, fantaseando con aquellas historias. El sonido de su teléfono le hizo volver a aquel despacho y olvidarse de sus pensamientos. Sacó el móvil de su bolsillo y pudo leer en la pantalla: “Llamada entrante: Papá”

-Hola papá.

-Rubén ¿dónde estás? ¿Te has olvidado que tu madre está en el hospital?.-dijo su padre no muy enfadado.

-Lo siento. Había olvidado…-pensó un momento.-unos libros en la casa de los abuelos y he pasado a recogerlos.- mintió Rubén.

-¿Y son más importantes unos libros que tu madre y tu nuevo hermano? Te quiero ver aquí ya.

-Vale papá, tranquilo. Salgo ahora mismo.

Rubén guardó el teléfono en el mismo bolsillo del que lo había sacado y suspiró. “Definitivamente estoy loco”. Miró a su alrededor volviendo a contemplar la maravillosa sala y decidió marcharse hacia el hospital. Sabría que tardaría mucho tiempo en volver a tener una oportunidad como aquella, era difícil que la casa se quedara vacía. Se dirigió hacia la puerta de la sala y apagó la luz. Se quedó unos segundos parado en la puerta, mirando hacia el interior de ésta, preguntándose qué secretos guardarían aquellas paredes y se puso en marcha hacia el hospital.


Elías iba conduciendo su deportivo negro dirección al hospital, lo más rápido que podía, mientras que la policía realizaba un control unos metros más adelante. No quería volver a ser el último en llegar a las citas familiares, no sabía como ocurría pero siempre se retrasaba en todas y no quería seguir manteniendo aquella mala costumbre. Aceleró un poco más y miró el reloj del coche. Ya eran las nueve de la mañana. “Aún tendría que estar tumbado en aquella cama” pensó. Siguió con la misma velocidad hasta el siguiente semáforo, se detuvo al estar en rojo e impaciente, aceleró cuando se puso en verde. Para su sorpresa dos policías se encontrabas al girar la próxima calle, solo quedaban varias calles para llegar al hospital. Elías maldijo su mala suerte y modificó la velocidad justo antes de ver las señales que los agentes le hacían para que detuviera el coche. Detuvo el coche donde los agentes le indicaron y paró el motor. Rezó para que no se demoraran mucho en el control y para que no le multaran por nada.

-Buenos días.-dijo uno de los agentes dirigiéndose hacia la ventanilla del conductor.

-Buenos días.-dijo Elías desde el interior del coche. El otro guardia se quedó observando desde varios metros, apoyado en el coche de policía.

-Vaya, veo que vas sin cinturón de seguridad.- dijo el guardia señalando el pecho del conductor.

-Sí, acabo de salir de la anterior calle y voy al hospital.-mintió Elías rezando para que el agente lo pasara por alto.-Son solo unos metros.

-Por favor, bájese del coche.-Elías bajó del coche y se quedó mirando como el agente abría las puertas de su coche, miraba en el maletero y se dirigía hacia la parte delantera, intentando encontrar algo sospechoso. El joven comenzó a ponerse un poco nervioso y deseó que no encontrara nada sospechoso en el interior del coche. Decidió mirar para otro lado y se dispuso a llamar a su padre para advertirle todo lo que estaba ocurriendo. Dirigió su mano hacia uno de los bolsillos del pantalón y no encontró su teléfono.-Perdona.-el agente se dirigió a él.-¿Me puedes explicar qué es esto?.-Elías miró hacia el hombre, que seguía en el interior del deportivo negro, y vio que sostenía en una de sus manos una colilla. Una colilla que la noche anterior había contenido sustancias ilegales. “Mierda” pensó Elías.


Madre e hija caminaban por el jardín del hospital mientras mantenían una acalorada charla que iba a acabar en discusión si no paraban a tiempo. La joven era una adolescente de diecinueve años, con el cabello largo y oscuro. Era una joven muy guapa. Su madre tenía veinte años más que ella, era un poco más alta, llevaba el pelo recogido en una cola y muy guapa, al igual que su hija.

-Mamá no voy a dejar a Carlos. Es un buen chico.-dijo casi gritando a su madre.

-No he dicho en ningún momento que lo dejes. Simplemente que te cortes un poco delante de la familia.- dijo su madre sintiendo las palabras que salían de su boca.- Ya sabes cómo es el abuelo y no le gusta para ti.

-Pero es que el abuelo me da igual. Quiero a Carlos y me da igual a quién no le guste.- dijo Mónica a punto de romper a llorar.

-¡Elisabeth! ¡Mónica!.-ambas se giraron para ver de dónde provenían aquellos gritos. El abuelo se encontraba en la puerta del edificio del hospital.

-Vamos, el abuelo nos llama.-dijo Elisabeth a su hija. Ambas atravesaron el cuidado jardín hasta llegar a la puerta del edificio del hospital.


Elisabeth y Mónica llegaron, acompañadas del abuelo, a la sala donde se encontraban David, la abuela y el pequeño Miguel. Los seis se sentaron impacientes, esperando que la enfermera llegara y les diera la buena noticia. Antes que la enfermera llegó Rubén a la sala y saludó a todos.

-¿No te habías dejado unos libros en casa de los abuelos?.-preguntó su padre nada más llegar.

-Sí, pero no los he encontrado. Seguro que me los dejé en casa.

-Hola. Buenos días.-dijo Elías al llegar a la sala. Rubén agradeció que su tío entrara en la sala en ese momento, así su padre dejaría de hacer preguntas. Elías se dirigió a su padre y se le acercó al oído.-Tengo un problema.-dijo recordando la multa por no llevar el cinturón de seguridad y por los restos de drogas que habían encontrado en su coche.

-Ahora no es el momento, hijo.-y Elías se apartó de su padre.

Una vez que todos estaban en la sala comenzaron a conversar de manera fluida, nerviosa a la vez. Todos estaban contentos por la llegada de Alejandro, el nuevo miembro de la familia. Los abuelos, don Javier y doña Alicia no paraban de sonreír; David, el marido de Elena, padre de Rubén, Miguel y de la nueva criatura estaba nervioso, más que nunca; el resto murmuraba mientras esperaban la llegada de la enfermera.

Cinco minutos después todos se levantaron de las sillas de la sala y la abandonaron para dirigirse a la habitación donde se encontraban Elena y Alejandro. David llamó a la puerta de la habitación y Elena respondió con un tono alegre. David abrió la puerta y todos pudieron contemplar la belleza de Elena, tumbada en la cama de aquella blanca habitación, con una sonrisa que abracaba gran parte de su rostro y con un hermoso bebé entre sus brazos. Y allí estaba la familia al completo, felices. Los problemas habían quedado fuera de la habitación y la ilusión abundaba en sus cuerpos por la nueva vida que acababa de comenzar. Era una bonita imagen, unidos en un día tan especial para todos, una imagen que tardaría en volver a repetirse.

sábado, 7 de mayo de 2011

Bombyx Mori

A pesar de que las calles estaban abarrotadas caminaba deprisa, muy deprisa. La gente caminaba sin pensar en el resto del mundo, despreocupados por los demás y demasiado preocupados por ellos mismos. Demasiado ocupados y atareados con sus problemas sin importancia y con sus vidas estresantes y rutinarias como para percatarse de la belleza de algunos minúsculos detalles que nos regala la vida diaria. Detalles que no son alcanzables para la vista de todos, detalles que solo eran reconocidos por aquellos que se detenían un poco a pensar, detalles que quedaban ocultos para la mayoría del mundo.

Caminaba por las ajetreadas calles de Madrid sin percatarse de la multitud de gente que pasaba a su lado, que la rodeaba. Sus movimientos eran ligeros y delicados a la vez, tan delicados como su largo pelo color moreno. Era tan suave que no envidiaba nada a la seda, incluso podía haber sido fabricado por delicados gusanos. Cada pelo podría haber sido tejido  poco a poco, con delicadeza. Era una más entre el resto del mundo pero sin embargo era especial, diferente, pues nada tenía que ver con el resto de la gente que la rodeaba. Era una más entre la muchedumbre, pero única entre ellos, especial para él. Siempre le susurraba al oído mientras le acariciaba su pelo: “Esto es obra de gusanos de seda. Te lo aseguro”. Ella siempre reía al escuchar sus palabras, al fin y al cabo él siempre estaba bromeando.

Él estaba lejos, pero para ella, siempre estaba presente, incluso en aquella mañana de invierno en la que el viento agitaba su pelo con dulzura. Los finos hilos de seda se dejaban conquistar por el constante baile que el viento les mostraba. Continuaba caminando por las calles más transitadas de la ciudad. Sin un destino fijo. Simplemente necesitaba salir a la calle y es lo que había hecho. A veces se detenía para observar a la gente que pasaba y, otras, aceleraba el paso para ser igual de rápida que el tiempo, para intentar alcanzar sus hazañas, correr junto con los segundos e intentar charlar con los minutos. Necesitaba tiempo para asimilar la época de los cambios y, tiempo, era lo único que no tenía. Pues las fases de cambio habían comenzado y ella aún no se había percatado de ello. El tiempo lo tenía todo en su poder. Al igual que en una metamorfosis ella tenía tiempo para una primera fase, para unas segundas fases y para una definitiva y fase de madurez. La metamorfosis de la vida, los cambios que habían comenzado y que se manifestarían en muy poco tiempo.

Su cuerpo se movía con disimulo para el resto del mundo. “Eres especial” le había dicho siempre al oído. Ella recordó sus palabras y, sin saber por qué, se sonrojó. Hacía ya unos días que todo había comenzado a cambiar. Las cosas eran ahora diferentes o, al menos, eso parecía. “Tranquila. El destino siempre guarda lo mejor para el final” le decía convencido para tranquilizarla y  ella, sin saber por qué, sabía que llevaba razón.

La muchedumbre en las calles parecía que aumentaba, pero ella seguía caminando con la misma soltura. Entonces llegó el momento, el momento en el que los cambios comenzarían a evolucionar con mayor rapidez, el momento en el que finalizarían los cambios negativos para dar paso a los positivos. “Sin cambios negativos nunca habría cambios positivos” le había dicho una vez.

Y allí, en medio de la calle, en medio de toda la gente pasó algo mágico, sencillo. Algo que el resto del mundo ignoró pero que supuso uno de sus mayores momentos de cambio. Se quedó quieta, mientras que todos seguían su rumbo a velocidad descomunal, y dejó que el baile del viento se apoderara de sus cabellos de seda. Una danza mágica comenzó a organizarse en su cabeza. Sus pelos de seda bailaban agarrados de la mano del viento. Entonces se notó algo en su cabello, algo que nunca antes había estado allí. Subió una de sus manos con lentitud hasta su cabeza y la introdujo entre sus delicados pelos. Sus dedos interrumpieron la mágica danza y descubrieron algo que se movía, no a causa del viento. Sus dedos comenzaron a analizar la textura de aquello que se movía. Dos partes iguales, pequeñas, simétricas y delicadas. Entonces notó como unas diminutas patas quedaron agarradas en uno de sus dedos, y se asustó. Los pelos ya no bailaban con el viento, el mágico baile había cesado. La chica separó su mano de su cabeza y la dirigió con delicadeza hasta una zona donde su mirada alcanzara. Para su sorpresa, vio como una diminuta y preciosa mariposa estaba agitando sus coloridas alas en su mano. Caminaba entre sus dedos y separaba sus pequeñas alas, regalando una maravillosa gama de colores. “¿Cómo has llegado hasta aquí?” se preguntó mientras contemplaba la belleza de aquel pequeño y delicado ser. Y entonces la mariposa agitó sus alas con fuerza y comenzó a volar. En ese mismo instante, como si la mariposa lo hubiese ordenado, sus pelos continuaron su danza mágica, ahora con más fuerza que antes. La mariposa volaba por encima de las cabezas de la multitud, ignorantes de lo que sucedía. Los pelos de la chica parecían haberse vuelto locos. Se movían con delicadeza pero muy deprisa, formando ondas y movimientos seseantes en el aire. Y el movimiento se aceleró y poco a poco, sus pelos comenzaron a teñirse de colores vivos. Todo el pelo se movía mientras los colores se apoderaban de él. Entonces, decenas de alas coloridas se asomaban interrumpiendo la maravillosa danza. “Esto es obra de gusanos de seda. Te lo aseguro” recordó aquellas palabras. “No puede ser” se dijo así misma. Decenas de mariposas abandonaron su pelo para llenar el aire de color. Su pelo fue de un moreno oscuro de nuevo mientras la danza continuaba. El aire se llenó de mariposas de colores y ella las miraba, enamorada de tanta belleza. Y allí estaba, detenida entre la multitud que caminaba sin percatarse de aquel maravilloso espectáculo. Demasiado ocupados y atareados con sus problemas sin importancia y con sus vidas estresantes y rutinarias como para percatarse de la belleza de algunos minúsculos detalles que nos regala la vida diaria. Detalles que no son alcanzables para la vista de todos, detalles que solo eran reconocidos por aquellos que se detenían un poco a pensar, detalles que quedaban ocultos para la mayoría del mundo. Petrificada, hechizada en medio de la calle. La metamorfosis de la vida. Los cambios positivos habían comenzado y lo habían hecho con un maravilloso espectáculo. Y, mientras los diminutos seres inundaban de color el cielo de Madrid, recordó sus palabras: “Sin cambios negativos nunca habría cambios positivos”.

Felicidades. 07 Mayo 2011.

martes, 3 de mayo de 2011

Y desapareció entre bambalinas

Estaba declamando su último párrafo, lo sabía de memoria, lo había ensayado tantas veces que lo decía sin pensar. Quedaban varias frases para terminar lo que se convertiría en el papel de su vida. Un personaje deseado por todos los actores y que solamente había conseguido él en aquella esperada ocasión. Había sido el elegido y supo aprovechar el momento.

Miró a su derecha, mientras seguía declamando, y vio cómo su pareja susurraba las mismas palabras que salían de su boca, se había aprendido la obra completa sin ninguna necesidad, solo para hacerle feliz, para acompañarle y comprenderle. “Gracias” pensó cuando le dedicó aquella mirada cómplice. Giró, de nuevo, su mirada al expectante público para terminar su papel, su obra, su momento. Alzó la voz para dedicar sus últimas palabras y diez segundos después se enmudeció la sala completa. Las luces se apagaron y él se quedó quieto, en medio del escenario, cerró los ojos y suspiró. Tranquilidad, satisfacción, orgullo. Miles de sensaciones buenas invadieron su cuerpo y el público, inmediatamente, comenzó a aplaudir efusivamente, el mundo entero estaba a sus pies. Cientos de personas aplaudían de pie mirando fijamente a aquella única figura que se encontraba en aquel inmenso espacio rodeado de bambalinas.

Seguía completamente quieto en medio del escenario. La actuación había terminado y supo que al público le había gustado. Abrió los ojos para comprobarlo no solo con sus oídos. Ahora las luces estaban de nuevo encendidas y todos estaban de pie, aplaudiendo, dejándose llevar por sus emociones. Entonces decidió mirar de nuevo a su derecha. Ambos se miraron fijamente a los ojos,  tenían el mismo brillo en ellos. Se habían emocionado: uno disfrutando de la actuación y otro interpretándola con todos sus sentidos puestos en el escenario.

No podía moverse, la emoción era tan grande que su cuerpo se había quedado petrificado. Todos le miraban. “Ha sido maravilloso” pensó. El sonido que había en el interior de la sala era tan enorme que apenas podía escuchar sus propios pensamientos. Expandió sus brazos y los mantuvo horizontales al suelo, disfrutando del momento, agradeciendo a su público, respirando lo más fuerte que podía y suspirando como nunca lo había hecho antes.

Lo miró de nuevo y supo que había llegado la hora. Todo había quedado perfecto y era el momento perfecto para darlo por finalizado. Bajó sus brazos, respiró profundamente por última vez en aquel escenario, disfrutó del olor del éxito, de la tranquilidad y de la satisfacción. Se dispuso a bajar de las tablas, las luces se apagaron por última vez, los aplausos del público aun eran más fuertes que sus pensamientos, su deseo de estar entre sus brazos fue cada vez mayor y su distancia hasta las bambalinas cada vez menor.
Y despareció entre bambalinas.

lunes, 2 de mayo de 2011

La melodía continuaba sonando

Siempre había querido aprender a tocar el piano. El sonido de aquel instrumento la relajaba, tanto que podía quedarse horas y horas escuchando aquellas melodías sin hacer absolutamente nada más.

Paseando por un parque de su barrio, vio un anuncio en una hoja de papel en una oxidada farola en el que se podía leer “Se imparten clases de piano.” Había llegado su oportunidad, lo sentía. Apuntó la dirección y el número de teléfono que aparecían en el anuncio y se fue a casa emocionada, deseando que llegara el día siguiente para asistir a su primera clase de piano. Puso su CD favorito de melodía de piano y se tumbó en el sofá, disfrutando de aquellas relajantes notas musicales.

Unas horas más tarde se encontraba frente a una puerta de madera, en un edificio moderno, limpio y de buena presencia. Tocó el timbre una vez y esperó, impaciente, hasta que el profesor saliera a recibirla. La puerta se abrió cinco segundos más tarde y allí, detrás, estaba él.

-Hola, buenos días.-dijo desde el otro lado de la puerta un joven apuesto.

-Hola. Soy la chica que llamó anoche.- dijo un poco nerviosa.

-¡Ah! Sí, pasa por favor.

Ella estaba encantada con sus clases de piano. Él estaba encantado dando clases de piano. Ella esperaba impaciente cada día para poder asistir a una clase más y él, esperaba impaciente cada día escuchar el sonido del timbre. Su evolución era espectacular. Era atenta, inteligente, sus dedos eran hábiles y sus oídos rápidos. Era una alumna perfecta.

Las clases avanzaban y la evolución se notaba cada vez más. Cuando estuvo más preparada y segura de sí misma decidió comprar su propio piano para poder practicar en casa. Su profesor la acompañó para asegurarse de que hacía una buena compra. “Este es perfecto” le susurró al oído mientras el vendedor esperaba una respuesta.

-Me quedo con este.-dijo ella, decidida, tras escuchar las palabras de su profesor.

Semanas más tarde la relación entre alumna y profesor comenzó a  cambiar, pues ambos se habían dado cuenta de que había nacido una atracción indiscutible. Las miradas eran nerviosas, los gestos eran cada vez más cariñosos y las ganas de verse cada vez mayores. Incluso las clases habían aumentado la duración sin ninguna necesidad didáctica. Ella se sentaba para tocar el piano, él la observaba con ojos cariñosos desde detrás. Ella se dejaba llevar y tocaba melodías espectaculares. Su mejora era tan grande que lograba un sonido mejor que el que lograba su profesor, pero aquello no importaba.

Mientras ella hacía una de sus mejores representaciones él se acercó y comenzó a tocarle los hombros, suavemente. Ella, sorprendida, se sonrojó y continuó tocando el instrumento como si nadie la hubiera interrumpido. Las manos del profesor comenzaron a descender suavemente por la espalda de la joven. Las manos pasaron a la parte delantera de la chica y, delicadamente, comenzaron a acariciar sus pechos. Ella detuvo sus dedos para girarse sobre sí misma. La melodía se detuvo. Miró fijamente a los ojos del guapo profesor y le regaló un beso. Todo era perfecto. Ambos comenzaron a besarse apasionadamente.  Él bajó sus manos hasta la delicada entrepierna de la chica. Ella se detuvo y le miró de nuevo a los ojos.

-¿Qué haces?.-preguntó sorprendida.

-¿Qué te crees que es lo que estoy haciendo?.-preguntó casi burlándose de ella y continuó con su juego de manos.

-Para. No quiero hacer esto aún.-dijo apartando las manos de su cuerpo.

-Vamos. No seas tonta. Déjate llevar.-le susurró al oído. Continuó su juego de manos.

-He dicho que pares. Aún no estoy preparada.-pero él no hizo caso a sus palabras. Ella se levantó y le empujó con todas sus fuerzas, apartándolo.–He dicho que pares.

Apenas consiguió apartarlo unos metros. Ella decidió comenzar a correr e irse de la casa pero él fue más rápido y se abalanzó sobre su femenino cuerpo frágil, logrando que cayera al suelo con un golpe seco. Ella comenzó a llorar y él comenzó a besarla sin importarle nada. Intentó separarlo de su boca pero no era lo suficientemente fuerte para lograrlo, entonces decidió morderle un labio con todas sus fuerzas. Él se apartó acompañado con un grito grave, casi ensordecedor.  Aún encima de la chica se llevó un dedo a su labio inferior y comprobó que estaba sangrando.

-Eres una zorra.-le dijo mientras un hilo de sangre recorría su barbilla.

-¿Por qué haces esto?.-preguntó con la cara empapada de lágrimas.- Déjame marchar, por favor.

Él ignoró sus palabras y continuó con lo que había empezado. Ella intentó separarse de su cuerpo pero estaba totalmente inmovilizada. No entendía nada de aquello, parecía todo tan perfecto que no lograba comprender nada, absolutamente nada. Él llevó sus manos a su entrepierna y bajó la bragueta de su pantalón. Ella chilló desesperada. Él silenció su grito con una bofetada y después le desgarró la camiseta, apenas sin ningún esfuerzo. Ella recordó el día que leyó el anuncio en aquella vieja farola, el primer día que llegó a aquel acogedor edificio, el primer día que vio a su joven y atractivo profesor...

Él continuó con su juego de manos.

Ella decidió pensar en otra cosa.

La melodía continuaba sonando.

jueves, 28 de abril de 2011

SIETE MINUTOS

Minuto 1: Sin saber por qué supo que aquella sería la última noche de su vida, supo que su vida había merecido la pena y supo que si tuviera una segunda oportunidad no lo podría haber hecho mejor. Supo todas las cosas buenas, y las malas también, supo decir que “Sí” cuando fue necesario y dijo “No” cuando lo necesitaba y no lo deseaba.

Minuto 2: Abrió los ojos aquella fría mañana de invierno al escuchar el pitido del despertador, se escondió bajo las calientes sábanas deseando que aquella insoportable máquina callara por sí sola e intentó caer de nuevo en aquel maravilloso y placentero sueño de invierno.

Minuto 3: De camino al autobús contempló a unos hermosos pájaros que cantaban sobre una rama de un gran árbol verde; contempló a una anciana cruzar la calle con una bolsita de tela, de donde se escapaba un intenso olor a pan recién sacado del horno; observó a una mujer embarazada que se acariciaba con delicadeza su ya crecida tripa, mientras que el muchacho que la acompañaba le daba un beso en la mejilla; observó a un hombre paseando a su perro; a dos señoras riendo; a un niño corriendo hacia la puerta de un colegio; observó un coche lleno de gente joven; una ambulancia con la sirena en marcha…

Minuto 4: Observó tantas cosas que quiso que el tiempo quedara detenido para poder seguir analizando todo, poco a poco, detalladamente, pero no fue así…el tiempo no se detuvo y, como era lógico, la vida siguió su rumbo, su destino acelerado.

 Minuto 5: Había estado pensando todo el día en su familia, en sus amigos, en sus amigos de verdad, en la gente con la que se había cruzado por la calle y en la gente a la que nunca llegaría a conocer. Se había despertado con aquella extraña sensación. Una sensación que comprendió al finalizar el día, pues significaba que el fin había llegado, que todo tenía un desenlace y que ese desenlace comenzaba con aquella sensación. Se sentía feliz y triste a la vez. Reía con facilidad y lloraba sin saber por qué. Fue un día perfecto para ella, pero terrible para ellos.

Minuto 6: Era por la tarde, las nubes cubrían gran parte del cielo. La calle estaba desierta, solo estaba ella detenida en medio del arcén, sin saber qué hacer, esperando que aquella extraña sensación terminara de una vez por todas. Miró al cielo con ansias de poder ver la Tierra desde allí arriba. Se detuvo, y el tiempo quedó congelado.

Minuto 7: Recordó a su madre haciendo la comida, a la anciana con la bolsa de pan recién hecho, a su hermana intentando multiplicar sin calculadora, a la mujer embarazada y al chico que la besaba, recordó  a sus amigas bebiendo tinto de verano, a aquel señor paseando a su perro, a su padre viendo un partido de liga con los amigos, al niño corriendo hacia la puerta del colegio, recordó a su perro ladrando al gato del vecino, a la ambulancia, al vecino bajando la basura, a los pájaros cantando en aquella rama del árbol, a las señoras que reían, a su madre…
Su alma abandonó su cuerpo y su cuerpo cayó desplomado en aquella calle solitaria. Sus alas de ángel se desprendieron para comenzar a volar. Eran inmensas, tan inmensas como los momentos que había vivido en vida, tan inmensas como el amor que sentía por la vida, como el amor hacia sus amigos, hacia su familia, hacia su madre… Tan inmensos como los siete minutos en los que tardó en subir al cielo y tan inmensos como los siete minutos en los que dejó de sentir aquella extraña sensación.

lunes, 18 de abril de 2011

Poder tocar el cielo con las manos...


Hacía más de cinco años que no se veían. Unos años en los que no perdieron el contacto en ningún momento, siempre sabían el uno del otro y, sin saber por qué, siempre acababan discutiendo por alguna que otra estúpida razón. ¿Qué significaba eso? Si se lo preguntabas a un niño de diez años te contestaría que “los que se pelean se desean”, pero aquello solo era una frase de niños.

Pasaron unos 12 días juntos y desde entonces no volvieron a encontrarse. Aquellas miradas que se lanzaban, aquellas sonrisas que se regalaban y aquellos besos que compartieron quedaron para siempre atrapados en aquellos doce días de verano. Fueron unos días llenos de dudas, de sonrisas, de juegos de niños y de ganas de probar algo nuevo, diferente. Fueron unos doce días confusos, rápidos, tan rápidos que apenas llegaron a percatarse de ellos. Fue un verano distinto para ambos, eso estaba claro.

En aquel momento solo eran unos niños, él tenía quince años y ella catorce.  Unos niños que nunca antes habían probado el sabor de un beso, el olor de una sonrisa o el sentimiento de una mirada. Y sin planteárselo, de manera improvisada y repentina todo aquello llegó. Nada había sido estudiado ni premeditado, pues en esos momentos sobran los guiones, los diálogos son improvisaciones que obtienen una puntuación máxima y los actores son los mejores del momento.

Todo comenzó el día que se conocieron. Ambos se morían de la vergüenza. Nadie dijo nada, pues desde el primer momento sobraban las palabras. Los días pasaban con normalidad, la amistad iba creciendo entre ellos, las risas eran cada vez más comunes, las dudas mayores y los sentimientos más confusos. “¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Qué era lo que les pasaba?” se preguntaban al estar el uno frente al otro. Pero no hacían nada, no decían nada y no llegaron a imaginarse qué estaba pasando hasta cinco años después: el amor llegó a sus puertas.

Fue la última noche, en la que todos se habían reunido en el patio del lugar para celebrar la fiesta de despedida, cuando ella se escapó del patio adentrándose en el interior del edificio y él la siguió con disimulo. Ambos se encontraron en el pasillo y se detuvieron el uno frente al otro. No dijeron nada. Ella, sin saber por qué, se fue a su habitación y se tumbó en la cama, cogió su walkman e introdujo la cinta de casete que más le gustaba. Él se acercó a la habitación tímidamente, casi sin saber qué hacer.

-¿Por qué estás llorando?.- preguntó él desde la puerta. Ella se quedó quieta donde estaba.- Si he dicho algo que te ha molestado lo siento. No era mi intención…

-No has hecho nada malo.- dijo ella tumbada en la cama, con solo un auricular puesto.- Ven, escucha esta canción.

Él se acercó a la cama y se tumbó al lado de la chica. Ella le puso un auricular y rebobinó la cinta para encontrar el principio de la canción. Presionó el botón de “Play” y ambos se quedaron en silencio, tumbados en la cama, escuchando aquella maravillosa canción, solamente iluminados por la luz de la Luna que se colaba por una amplia ventana. Se miraron durante toda la canción y cuando ella presionó el botón de “Pause” él comenzó a acercarse tímidamente hacia sus labios. Era como un instinto, sabía que tenía que hacerlo. Continuó acercándose hasta que sus labios rozaron los de ella. Fue un instante, una fracción de segundo. En ese momento sus cuerpos se vieron envueltos en una mágica brisa que les hizo volar hasta el lugar donde el cielo comienza a ser cielo, donde las estrellas comenzaban a diferenciarse de las nubes y donde la oscuridad era más infinita que el propio infinito. A la vez que ese primer beso se convertía en eterno, levantaron sus manos para rozar el cielo con sus pequeños dedos. Fue un beso mágico, de eso no tuvieron ninguna duda. Sus cuerpos flotaban en los comienzos del cielo, el silencio era absoluto y el tiempo se detuvo para contemplar aquella maravillosa estampa.

Sus labios se separaron y sus ojos se abrieron para comprobar que seguían el uno frente al otro. Ella, sin saber por qué, comenzó a reírse y él, sin saber por qué, la acompañó regalándole unas carcajadas infinitas. Ella presionó el botón de “Play” y continuaron escuchando aquella maravillosa canción, tumbados, el uno frente al otro, comprobando el sabor de un beso, el olor de una sonrisa, el sentimiento de una mirada, comprobando cómo poder tocar el cielo con las manos…